30 mayo 2007

Cómo acabar de una vez por todas con el Management (3)

Plagi-variaciones sobre un tema de Woody Allen


Lee antes la primera y la segunda parte de esta historia

Tercera parte


En el transponder situado detrás del retrovisor de mi Pontiac Torrent se encendió la lucecita verde al tiempo que emitía cuatro pitidos cuando dejé la autopista de circunvalación de Toronto para incorporarme a la 403, indicando que la filial de Cintra-Ferrovial, concesionaria de su gestión y explotación, se había cobrado los siete dólares con cincuenta que costaba el haber desgastado unos 42 kilómetros de asfalto. Parte de ese dinero cruzaría pues el atlántico, para de alguna manera regresar a la vieja y machacada piel de toro. El día había amanecido frío y gris, con los restos de la nevada del día anterior acumulados sobre los de días y semanas más anteriores. Después de bordear uno de los lados del triángulo que forma la bahía de Burlington en el extremo oeste del lago Ontario, llegué a su vértice más adentrado en tierra para dejar la parte baja de la ciudad de Hamilton a la izquierda y entrar por su parte alta. Luego torcí hacia el sur para adentrarme en la zona de granjas de Binbrook; la estampa blanca se tornó más inmaculada a partir de este momento. A la izquierda divisaba ahora los terrenos de la granja que allí tenían los padres de Claire, los prados por los que una vez paseamos a caballo y, junto a unos arces, el viejo cobertizo en el que practicamos sexo apresurado el día que me trajo por primera vez para conocer a sus padres. Pasé también al lado de aquellos cálidos recuerdos, que ascendían lívidamente empujados por el frío ambiente y enredándose entre las ramas desnudas de los arces de cuyos troncos colgarían pronto los botes para recoger su resina y confeccionar sirope. Conocí y me enamoré de Claire cuando ambos cursábamos el MBA de Chicago al que me mandó la firma de fondos de inversión en la que entonces trabajaba en opciones y futuros. Su padre era un influyente hombre de negocios del sur de Ontario –más al norte sólo se puede hacer negocios con los osos–, así que cuando nos graduamos pedí el traslado a Toronto, donde además me pusieron al cargo de la unidad de riesgos. El calor de los recuerdos acabó por disiparse en el ambiente cuando divisé al fondo la casa de Ben. Torcí a la izquierda para encarar el camino de entrada a su casa.

Benjamin Franklin, vieja gloria del management clásico conocida en cualquier rincón de los grandes lagos. No existe industria que se precie en Milwaukee, Chicago, Detroit, Cleveland, Pittsburg, Buffalo o Hamilton que no posea el honor de haber recibido sus servicios. Ningún parentesco con su tocayo estadista y científico, salvo que todas las primaveras lleve a sus nietos a volar la cometa a la cercana playa de Beachway –quizás sea porque no lo hace cuando hay tormenta. Bisnieto de uno de los hombres que participó en la batalla de Stoney Creek de la guerra americana de 1812, además de la posterior toma de Fort George devolviendo a los americanos al otro lado del Niágara, y sobrevivió para poder contarlo a sus nietos, para que uno de ellos se lo contara a su vez a Ben. Íntimo de Deming y Drucker, y árbitro a veces entre sus disputas, aunque por lo que respecta a la gestión por objetivos y el liderazgo no podía evitar aliarse con Deming para dar caña a Drucker –aunque Ben lo niega, en círculos oficiosos se le señala como el inspirador de la célebre y sarcástica frase que solía repetir Deming, “la gestión por objetivos incita a la mediocridad y reprime la innovación”. Mi presentación de este hombre singular podría continuar sine die, por lo que la dejo aquí asumiendo la responsabilidad de las omisiones. Tan sólo añadir que no lo conocí en ninguna conferencia ni en el ámbito profesional, hace unos años que se retiró a vivir en la casa a la que estoy llegando en estos momentos, sino a base de atravesar su propiedad durante los paseos a caballo con Claire. Los paseos llevaron a paradas esporádicas en su casa, éstas a conversaciones ocasionales que devinieron en otras más tendidas. Finalmente se forjó una amistad entre tutor y discípulo. Paré el todoterreno enfrente de la puerta del garaje, puse los pies sobre la nieve y subí los cinco escalones que me separaban de la puerta que acababa de abrir Ben, desde donde me saludaba todo lo calurosamente que permite la artritis en un invierno de Ontario.
- ¡Buenos días, Santiago! ¡Qué sorpresa! ¿Qué te trae por aquí, temprano en un día laborable? – nos estrechamos las manos mientras me daba unas palmadas en la espalda con su mano libre al tiempo que me introducía en el salón de su casa.

Una vez dentro, después de una pequeña conversación banal sobre el tiempo y la exhibición que hicieron mis compatriotas de los Raptors en el partido del sábado anterior, que aprovechamos para acomodarnos en el espacioso salón con grandes ventanales que succionaban al máximo la tenue luz invernal, aunque potenciada por el reflejo de la nieve, le conté el motivo de mi visita.
- En estos momentos no te envidio para nada, Santiago. Estoy con Bernard Shaw en que “la vejez tiene dos ventajas, dejan de dolerte las muelas y se dejan de oír las tonterías que se dicen alrededor” –sentenció después de haber escuchado pacientemente mi relato de los acontecimientos del día anterior.
Y añadió:
- Tal liderazgo no existe. Puro bulo. El verdadero liderazgo es el que surge cuando se elimina la supervisión.
- Entonces, ¿estás de acuerdo en que el liderazgo debe ser transformador?
- Sí, siempre y cuando haya aprendizaje. Sin liderazgo competente no habrá transformación. El tipo de liderazgo que se requiere no es el que está basado en el mando y en el control, sino el que se ejerce con el ejemplo, escuchando a la gente sin juzgarla y ayudándola. Porque el verdadero problema no se encuentra en la gente, sino en la alta dirección.
- Entonces, ¿dónde debo buscar? –interrumpí intentando centrar el discurso sobre mi verdadero problema.
- En los fenómenos. Como solía decir el bueno de Deming “in God we trust, el resto sólo traen datos” –aseveró Ben al tiempo que sus facciones adoptaban esa configuración característica del que rememora tiempos de acción y de supervivencia en el filo de la navaja–. ¿A cómo cerró anoche el Dow Jones? –preguntó inmediatamente.
- Por encima de los trece mil doscientos –repliqué.
- Eso sí tiene sentido.
Después de unos segundos de silencio en los que ninguno dijimos nada, completó:
- No hay nada eterno, querido Santiago. El management es estrictamente fenomenológico. Como dijo Von Clausewitz, el estratega contemporáneo a mi bisabuelo, “aunque nuestro entendimiento se siente por lo general inclinado a asentarse en la certeza y la claridad, nuestro espíritu es preso a menudo de la incertidumbre”. Y ante eso sólo podemos aspirar a entender los procesos que rigen un sistema, y conocer los efectos de la incertidumbre sobre él, conocer nuestros límites epistemológicos y la naturaleza humana.
- ¿La naturaleza humana? –inquirí perplejo.
- Sí, mi querido amigo –dijo amigo en versión original en español–. En realidad, no somos más que unos chimpancés intentando jugar a los Sims, ese juego virtual que tanto gusta a mis nietos –volvió a sentenciar adquiriendo un semblante crepuscular.
Era reconfortante poder reafirmarme en que, después de todo, un enfoque racional y reduccionista no andaba nada errado, aunque los efectos de la naturaleza humana no dejaban de inquietarme. No había nada más terapéutico que una charla con el viejo Ben para regresar a ese universo objetivo después de haberse perdido entre las dimensiones extra de la subjetividad. Le dije que sus palabras me habían servido de mucha ayuda y, tras intercambiar unas cuantas frases más mundanas, alguna que otra broma y muchas carcajadas, me despedí de él.

Otra vez afuera, durante el camino de regreso, el fantasma de la máquina intentó nublar de nuevo mi conciencia material, camuflado en la luz invernal atenuada por el cielo gris, amplificada por la estampa blanca que todo lo envolvía y amortiguada nuevamente por el entramado fractal de ramas desprovistas de hojas. ¿Acaso el conocimiento profundo no es más que una quimera, una utopía inalcanzable más allá del límite establecido por miles de años evolucionando en la sabana africana? ¿El líder nace, o se hace? ¿Somos producto del azar, o la necesidad? ¿O es que los Siniestro Total dieron en el clavo cuando esgrimieron su duda acerca de si el universo es cóncavo o convexo? Si había alguien realmente responsable de este galimatías, era lógico que quisiera que se guardara el secreto de su ignorancia. Es mejor ser un tonto revelado que manifestarse y despejar cualquier duda.

De vuelta en Toronto, comí algo rápido y subí a la oficina para hacer tiempo hasta mi cita con Rachel. Estuve revisando algunos de los informes TPS que solemos encargar a los consultores junior para que se vayan cuarteando en el mundo del management, hasta que las dos manecillas del reloj de sobremesa que te regala David Allen cuando contratas sus servicios coincidieron en tiempo y espacio, apuntando al unísono al número 6. En cualquier caso, señalaban hacia abajo. Así que descendí hasta la calle y cogí un taxi. Veinte minutos más tarde entraba en el Bandido’s en King West Village. Un camarero me llevó a la mesa que tenía reservada y pedí una Corona para humedecer la espera. Pasados diez minutos de las siete, vi aparecer a Rachel por la puerta y le hice una seña con la mano para revelarle mi localización. Esperó a que un camarero la atendiera, entonces le dijo algo a éste, ambos dirigieron sus miradas hacia donde yo estaba y, a continuación, el camarero la acompañó hasta mi mesa. Arcanos flujos electroquímicos se desencadenaban, y regiones más primitivas de mi cerebro se iluminaban a medida que Rachel se acercaba frenando el avance del tiempo a su paso. Esta vez no llevaba el traje formal del día anterior, sino uno blanco muy ceñido al cuerpo, medias de seda y zapatos blancos. Tampoco tenía el pelo recogido, sino suelto. Nuevamente no era yo la única persona consciente de sus formas; ella también lo era. Por fin el camarero retiró un poco la silla para que se sentara enfrente de mí. Sin moverme había atravesado de nuevo la frontera de no retorno. La distancia que nos separaba podría ser tanto euclídea como de Calabi-Yau.
- ¿Alguna novedad? –preguntó después de que intercambiamos unos saludos corteses.
Me las apañé para hacerle ver que mis indagaciones avanzaban en la dirección correcta, a pesar de que no tenía la convicción de que mis devaneos hubieran supuesto progreso alguno. No pareció muy interesada en profundizar más en el asunto, quedando satisfecha con el informe que le acababa de relatar, al que le hubiera bastado el vuelo de una mosca para haberlo evaporado en el aire. Se la veía radiante y despreocupada respecto a mi impresión del día anterior. Su encantadora mirada, que no proyectaba sino absorbía, como la gravedad, pasó entonces a ejercer su atracción sobre la carta. Cuando el camarero orbitó nuevamente hacia nuestra mesa, pedimos unos nachos y unas enchiladas. Ella pidió también una margarita y yo continué con otra Corona. Luego, a lo largo de la comida, la conversación, conducida por una sucesión continuada de preguntas de Rachel, se centró en su mayor parte en mi historial. Qué hacía antes de llegar a este lado del atlántico; cómo recalé hace 12 años en la universidad de Wisconsin en Milwaukee para hacer un doctorado en física; cómo di un giro a mi carrera atraído por el tintineo de los dólares que me ofreció una importante firma de fondos de inversión de Chicago para el desarrollo de modelos predictivos para el mercado de opciones y futuros; cómo acabé asentándome en Toronto; etc. Estaba como drogado por su presencia, una droga de la verdad que desnudó mi intimidad. Llegó un momento de mi confesión, cuando relataba mis últimos proyectos profesionales, en el que los últimos acontecimientos relacionados con el caso que me ocupaba, y en el que ella no dejaba de ser mi cliente, se volvieron a hacer un hueco en mi mente.
- Rachel –dije de repente en medio de un vacío intelectual–, ¿y si la teoría del conocimiento no sirve para nada? Los datos no tendrían sentido, sólo nos podríamos fiar de la ontología.
- No te pongas ontólogo ahora, Santiago. Esta noche no. ¿Por qué no nos vamos a mi apartamento?
Milisegundos después -es lo que tiene el tiempo curvo- estaba pagando la cuenta y nos apresurábamos a abandonar el Bandido’s como dos amantes furtivos para eclipsar la letra de aquella canción de Miguel Bosé.

Continúa leyendo la cuarta parte de esta historia

23 mayo 2007

Cómo acabar de una vez por todas con el Management (2)

Plagi-variaciones sobre un tema de Woody Allen


Lee antes la primera parte de esta historia

Segunda parte


De vuelta en la oficina decidí aprovechar el tiempo que me quedaba antes de poder dedicarme a mi primera pista para hacer algunas indagaciones previas. Buscando por Internet información que pudiera estar relacionada con el asunto, me encontré así a lo colateral con un nombre que me resultaba familiar. René Batour, ¿de qué me sonaba aquel nombre? Concentré mi mirada sobre uno de los anaqueles repleto de libros de la estantería que tenía enfrente con el ánimo de concentrar a su vez mi atención en el recuerdo de ese nombre. Por detrás de la fila irregular de libros asomaba la lujosa agenda que me regaló Claire. ¡Pues claro! De mis tiempos de Chicago. El segundo año del master vino un tipo de la Sorbona para dar una conferencia. Mucha palabrería posmoderna sin mucho sentido, recuerdo. Ah, y aquel pipiolo recién graduado de Columbia que fue a felicitarle a la finalización.
- Un tema muy interesante, profesor Batour. Un discurso muy elocuente. Por cierto, leí su último libro, profesor. De una gran profundidad y erudición, sí señor. No me enteré de nada, qué sabiduría la suya.
- Muchas gracias monsieur. Me complace saber que mis aportaciones al management estén reconocidas por el público estadounidense –respondió enaltecido le professeur.
Flipa el basto, como diríamos al sur de los pirineos. En fin, mis indagaciones no ofrecieron mucha más luz a mi ya de por sí deslucida información de partida. Pero pronto sería la hora de comenzar el trabajo de campo.

Cuando pasadas las cinco de la tarde salía de nuevo de mi oficina, estaba ya oscuro y la ventisca arreciaba. Siguiendo mi única pista, me encaminé hacia un bar frecuentado por directivos formados en Harvard. Según tenía entendido, era su lugar preferido de reunión, sobretodo, y siempre según los rumores, después de los sucesos de las opas hostiles del día de acción de gracias lanzadas sobre algunas de las compañías controladas por chicos de Wharton. Espero que al entrar, cuando todas las miradas de la gente que estaba dentro se tornaron hacia mí, no se me notara mucho mi porte de la escuela de negocios de Chicago. Pero al cabo de unos instantes todo el mundo volvió a sus conversaciones y quehaceres. Me acerqué a la barra y le pregunté al camarero si estaba Robertson Davies.
- El pelirrojo del fondo a la derecha, junto a la columna –respondió diligentemente mientras secaba una copa y la dejaba más transparente que el aire.
Robertson Davies. Graduado en Cornell, master en Harvard, discípulo de Jaworski y máximo gurú del liderazgo de sincronicidad al norte del San Lorenzo. Se encontraba sentado leyendo a David Peat junto a una pequeña mesa circular con una botella de Crystal vacía y un vaso medio lleno emitiendo un poquito de gas de efecto invernadero.
- Todos somos líderes, Santiago –respondió a mi pregunta. Y continuó:
- Todos estamos conectados y operamos dentro de campos vivientes de pensamiento y percepción. Lo que hacemos impacta sobre todo y sobre todos aquellos que habitan dentro de nuestro círculo de influencia.
- Pero, ¿se puede ver ese círculo de influencia? –inquirí.
- Ver no es la palabra apropiada. No se puede ver y medir al mismo tiempo, son conceptos complementarios –rezaba mientras se acercaba con pulso tembloroso el vaso para beber y, de paso, desafiaba de forma infinitesimal los acuerdos de Kyoto.
- Pero –no me salía otra palabra para retomar mis intervenciones-, ¿no hay nada que se pueda hacer para dar con él?
- Es necesario un enfoque holista. Los viejos enfoques racionalistas, de corte normativo, sistémico y cuantitativo no sirven.
- ¿Le dice algo el nombre de Rachel Quest? –pregunté para terminar.
- No. ¿Desea saber algo más? –Davies debía estar ya ansioso por volver a su interrumpida lectura de Peat. En cualquier caso, no tenía ya nada más que preguntar, así que le di las gracias y me despedí.

Afuera la ventisca no cejaba recordándome que otra interior azotaba mis pensamientos. Cuanto más profundizaba en el caso, más abigarrado se tornaba. Así que con el holismo había topado, ¿cómo se las iba a arreglar un reduccionista confeso como yo? En la esquina de Adelaide con John paré un taxi. Durante la travesía hasta mi apartamento mis reflexiones no pararon de dar vueltas en círculo. Y a abandonar ese bucle cerrado no me ayudó demasiado el turbante del taxista hindú que tenía a menos de medio metro de mis narices. Unas vueltas de turbante más tarde, llegamos a mi destino, pagué al taxista y miré la correspondencia antes de coger el ascensor. Mis dedos fueron pasando entre sobres con publicidad de cursos y requetecursos asegurando que apalancarían mi carrera profesional hasta el infinito, y más allá si hacía falta; recibos del banco; y una postal del barroco de mi hermano con la imagen de una mascletà en una cara y unas palabras instándome a que fuera por las fallas este año escritas al reverso, sólo faltaba que la tarjeta oliera a paella. Al entrar en mi apartamento descorrí las cortinas de la ventana del salón, que enmarcaba un skyline difuminado por el velo de la nevada, y preparé algo de cenar. Después de un salmón pescado en el pacífico abierto de Ucluelet, regado a cuenta de media botella de un blanco de Okanagan –estaba de un maple leaf que no veas –, me volví a encontrar en condiciones de tratar de hilvanar los datos. Desafortunadamente, dos temas largos de John Coltrane después mas un Canadian con hielo –ahí el infiltrado era Coltrane – me hicieron ver que Ariadna no iba a venir a ayudarme con el hilo. Así que cerré las cortinas de la ventana, que volvieron a velar el skyline de la ciudad ahora que había dejado de nevar. Me enfundé el pijama y me metí en la cama. Mañana iría a visitar al viejo Ben.

Continúa leyendo la tercera parte de esta historia

22 mayo 2007

Cómo acabar de una vez por todas con el Management (1)

Plagi-variaciones sobre un tema de Woody Allen


Primera parte


Estaba sentado en mi despacho jugueteando con las 3.000 páginas del informe con las conclusiones del análisis estratégico que habíamos realizado para una importante multinacional y preguntándome cuál sería mi próximo proyecto. Me gusta ser socio director. Cierto, tiene sus inconvenientes, más de una vez han dicho cosas desagradables de mí en la máquina del café, pero el contorno precioso de los cinco dígitos de mi nómina y la reconfortante satisfacción de estar en la parte superior de una pirámide formada por un gran capital humano, alrededor de unas siete mil cabezas, tiene también sus ventajas. En el momento en que sonó el teléfono a mis espaldas, mis pensamientos se perdían entrelazados en el reflejo gélido de la mañana sobre la bahía del lago Ontario junto a mi mirada que se escapaba a través de la ventana del piso 31 del 79 de Wellington Street West, acompañados de la banda sonora que producía el paso de las hojas del informe entre mis dedos cual cartas danzando en las hábiles manos de un croupier. Un pequeño impulso y una media vuelta de mi silla me hizo alcanzar el teléfono y descolgar el auricular.

Una dulce voz femenina anglosajona, con ese acento norteamericano tan poco considerado al otro lado del océano, aunque sea canadiense, ejecutó una sinfonía en mi auricular. No era yo la única persona consciente de los efectos de su voz. Ella también lo era. Se llamaba Rachel Quest y era la directora de recursos humanos de un importante banco. El liderazgo de su organización había desaparecido y quería que lo encontrara. Le pregunté qué tipo de liderazgo aplicaban: carismático, autocrático, participativo, transaccional…
- Ninguno de ellos –respondió.
- Entonces, ¿qué aspecto tiene? –volví a preguntar intentado que el gradiente de presión de su cántico no me absorbiera a través del auricular.
- Nunca lo hemos visto. Está en todas partes, en el Karma y el Dharma.
- Ya.
Así que la chica resultaba ser seguidora de las teorías de Deepak Chopra. Tomé nota mental del dato y le dije que tendría que pasarme por el banco para recabar más detalles. Su canto de sirena pareció desentonar un poco cuando me replicó que no hacía falta, que podíamos quedar para almorzar y me contaría los detalles. Pero, sin una Circe que me aconsejara, acepté la proposición.

Quince minutos antes del mediodía cogí el ascensor y bajé hasta la calle. Afuera hacía un frío de mil demonios, cero grados Fahrenheit marcaban los dígitos de un letrero luminoso, unos dieciocho bajo cero en unidades patrias para entendernos, aunque el sol lucía deslucido en su cenit como sólo puede hacerlo en Toronto un frío mediodía de finales de enero. Pero, a pesar de ello, preferí recorrer los pocos metros que me separaban de BCE place por la calle, y no por el subsuelo. Así que, envuelto en la bufanda y parapetado dentro del abrigo, comencé a andar hacia el este por Wellington West hasta que llegué enseguida a la altura de Bay, donde torcí a la derecha para darme de bruces con la estructura catedralicia, diseñada por mi tocayo y paisano Calatrava, que aloja la galería Allen Lambert y constituye una de las innumerables entradas al queso de gruyère subterráneo formado por una compleja red de 27 km. de pasillos que unen alrededor de 1200 tiendas, servicios y entretenimiento, y donde los toronteses, nativos o no, consumimos como hormigas gran parte de nuestro tiempo de ocio durante los crudos meses de invierno. Si hubiera continuado por Wellington West, tras cruzar Yonge, como si de Greenwich se tratara, la calle hubiera pasado a llamarse Wellington East.

Una vez dentro de la galería, bajé desabrochándome el abrigo por unas escaleras que me introdujeron en el subsuelo. En la puerta del restaurante japonés se encontraba una rubia esculpida sobre pura geometría riemaniana, capaz de confinar toda la luz que se atreviera a acercar su trayectoria hasta cierta frontera de no retorno. A medida que me acercaba hacia el restaurante, mi mirada intentó, no sin cierta dificultad, comprobar si había alguna otra mujer esperando. Rachel debió intuir mi mirada inquisitiva, porque cuando traspasé la frontera de no retorno, su voz de sirena, pronunciando una o larga casi acabada en u, preguntó:
- ¿Santiago Margaix?
Debería medir un metro setenta y cinco, aunque con la ayuda de unos pequeños tacones. Llevaba un elegante traje de corte perfectamente diseñado para abrazar con delicadeza su geometría. Tenía lo que debía ser una abundante cabellera recogida en un moño. Y olía como una imagen de los jardines de Versalles a la luz de la luna. Decir que era impresionante es no decir nada.
- ¿Y bien? – dije cuando estuvimos sentados en una mesa y me hube recuperado parcialmente de la impresión.
- Tiene que ayudarme Santiago. El año pasado abandonamos la práctica del liderazgo situacional porque comprobamos que en tiempos de fusiones y adquisiciones, el éxito ya no dependía de la situación organizacional y el estilo del líder. Había que adoptar una estrategia más posmoderna para enfrentarnos a los tiempos de cambio, basada en los pensamientos positivos de la mística cuántica y la totalidad del orden implicado. -A lo largo de mi carrera profesional he tenido que soportar mucho humo, e incluso materializarlo, pero a un pibón como el que tenía enfrente había que escucharlo hasta el final.
- ¿Y qué es lo que ha sucedido con ese nuevo estilo de liderazgo? –pregunté como arrastrado hacia una singularidad infinita.
- Pues que un buen día desapareció y nos dejó sin rumbo.
- ¿Desapareció? ¿Así como así? ¿Sin firmar el finiquito?
- Santiago; tiene que encontrarlo –su rostro se tornó frágil y desamparado cuando pronunció estas palabras.
- Me temo, señorita Quest, que como no aporte más información…
- Por favor, llámeme Rachel –interrumpió ella.
- Rachel, tiene que ofrecerme alguna pista, algo por donde empezar a buscar –dije buscando el lado más favorable del sushi para atacarle con los palillos.
Tras unos instantes de reconsideración, repuso:
- Quantum Consulting, una firma compuesta por gente de Harvard, fue quien nos hizo la gestión del cambio –el sushi se quedó suspendido en el aire sujeto de forma metaestable entre mis palillos. Así que los tipos listos de Harvard andaban metidos en el ajo. Sentía que el asunto no presentaba un buen cariz, que podía ser realmente complicado, pero la desolación y la melancolía de las últimas palabras de Rachel me enternecieron, y decidí que aceptaría el reto. Con el postre y mi aceptación pareció recobrar su temple inicial. Quedamos para la tarde del día siguiente y abandonamos el restaurante.

Rachel se alejó por uno de los pasillos del gruyère, marcando una danza especialmente coreografiada para ella. Yo, antes de regresar a la oficina, hice una escala en el Starbucks para enchufarme un vaso de medio litro de regular y reflexionar sobre lo que tenía por delante. Cuando finalmente salí a la calle hacía menos frío, unos cinco bajo cero, y el cielo había tomado el color del acero pesado. No tardaría en ponerse a nevar. No estaba seguro de si el liderazgo del que me había hablado Rachel existía de verdad o no. De lo que sí estaba seguro es de que ahí afuera me iba a encontrar con un montón de consultores que iban a tratar de impedirme averiguarlo.

Continúa leyendo la segunda parte de esta historia

20 mayo 2007

Yogi Berra y el alcance de un proyecto

Yogi Berra es una de las leyendas vivas del béisbol americano, que participó en el desembarco de Normandía durante la segunda guerra mundial, y famoso también por sus peculiares y divertidos aforismos, repletos de tautologías y oximorones, conocidos como yogiismos; por cierto, nuestros periodistas deportivos no se quedan cortos en dicha práctica: esto no acaba hasta que se cruza la línea de meta, el fútbol es así, etc. Se cuenta que Yogi Berra pidió una vez una pizza y el camarero le preguntó en cuántas porciones quería que se la partiera, a lo que Yogi contestó que en cuatro porque no estaba lo suficientemente hambriento como para comerse ocho. Gracioso, ¿no? Cambiemos ahora el contexto. Como jefe de proyecto le entregan a Yogi un cronograma de proyecto compuesto por una red de 200 actividades, plan que rechaza porque dice que no puede dimensionar de forma precisa más de 90, ni mucho menos gestionarlas de forma eficiente. A ver quien se ríe ahora.

A veces, cuando nos ponemos a detallar actividades, y nos emocionamos con eso del detalle y del divide y vencerás, parecemos tontos con una tiza –escribas ante un teclado y un archivo en blanco de MS Project recién abierto esperando con ansia ser colmado de tareas, en versión era del conocimiento. Y el exceso de detalle nos hace marcar un gol en propia puerta; porque no tenemos en cuenta hechos como los siguientes:

  • La incertidumbre global del proyecto absorberá todo el nivel de detalle que esté por debajo del nivel de ruido: sería como intentar hacerse oír dentro de una sala donde todo el mundo está gritando.

  • Un exceso de detalle incrementa el trabajo para crear y mantener el plan de proyecto: al final es más la salsa que los caracoles –o, puestos a comer pizza, comerse una pizza Hut con masa pan pizza.

  • Un mayor nivel de detalle incrementa la probabilidad de cometer errores en el plan: tendríamos un mayor número de estimaciones que exigirían un mayor nivel de precisión, además de un mayor número de interrelaciones entre actividades.

  • Existen proyectos en los que no todo el alcance se puede desmenuzar desde el principio y hay que hacerlo de forma progresiva a medida que el proyecto avanza: partir la pizza en 8 trozos, comerse 4 y guardar el resto en la nevera para calentarlo en el microondas al día siguiente.

Quizás Yogi Berra también podría haber triunfado como jefe de proyecto. De hecho, después de hacerlo como jugador, lo hizo como entrenador. Y para finalizar, otro yogiismo inspirador para la gestión de riesgos: “si te encuentras un tenedor por el camino, cógelo”.

06 mayo 2007

Por qué cuesta tanto planificar

“La vida se debe vivir hacia delante
aunque se entiende hacia detrás.”
Soren Kierkegaard.

No hay nada como ver las cosas en retrospectiva. Cuando todo ha finalizado y el humo de la batalla se ha disipado, dejando a la vista sus restos reposando junto al curso que han seguido los acontecimientos, todo cobra sentido repentinamente, incluso para aquellos que se mantuvieron agazapados a lo largo del proyecto eludiendo cualquier responsabilidad ante el cariz que suele tomar la coyuntura a poco que la cosa se ha puesto en marcha. Suele ser así. Es ley de vida. Y de naturaleza humana. El fin de un proyecto es el típico momento en el que uno puede encontrar, sin buscarlos, plétoras de expertos en gestión de proyectos, con un buen surtido de explicaciones de los errores, identificación de los culpables y con las decisiones que deberían haberse tomado; ahora que ya son obvias. ¡Quién los hubiera tenido en el momento en que se estaba planificando!, teniendo en cuenta que dicho momento haya existido alguna vez.

La gente se resiste a planificar por diversas y variopintas razones, pero quizás una que subyace en el fondo de todas ellas es la pereza de esforzarse en intentar predecir el futuro, Deming ya dijo que “gestión es predicción”. Una excusa muy común es que no se puede planificar lo incierto. Creo que detrás de esta afirmación reside una confusión semántica, ¿qué es planificar si no? La certidumbre, la evidencia de los hechos pasados, no se planifica; se documenta, y para eso ya están los historiadores, no los jefes de proyecto. Aunque no conozcamos el camino de antemano, debemos trazarlo. Pero aún podemos aprovechar el efecto de la retrospectiva: una vez visualizados los objetivos del proyecto, en vez de andar a tientas hacia ellos podemos intentar construir el camino inverso hacia el punto de partida. ¿Qué deberíamos haber hecho, y cómo, para obtener este resultado? Y así de forma sucesiva hacia atrás. No deja de ser una forma de intentar predecir resultados inciertos, pero quizás alivia ese estrés, o nos disuade de escondernos ante la toma de decisiones, que se genera ante la incertidumbre. Inventa un futuro e intenta reconstruir y entender el pasado que lo originó pudo haberlo originado.