Plagi-variaciones sobre un tema de Woody Allen
Lee antes la primera y la segunda parte de esta historia
Tercera parte


- ¡Buenos días, Santiago! ¡Qué sorpresa! ¿Qué te trae por aquí, temprano en un día laborable? – nos estrechamos las manos mientras me daba unas palmadas en la espalda con su mano libre al tiempo que me introducía en el salón de su casa.

- En estos momentos no te envidio para nada, Santiago. Estoy con Bernard Shaw en que “la vejez tiene dos ventajas, dejan de dolerte las muelas y se dejan de oír las tonterías que se dicen alrededor” –sentenció después de haber escuchado pacientemente mi relato de los acontecimientos del día anterior.
Y añadió:
- Tal liderazgo no existe. Puro bulo. El verdadero liderazgo es el que surge cuando se elimina la supervisión.
- Entonces, ¿estás de acuerdo en que el liderazgo debe ser transformador?
- Sí, siempre y cuando haya aprendizaje. Sin liderazgo competente no habrá transformación. El tipo de liderazgo que se requiere no es el que está basado en el mando y en el control, sino el que se ejerce con el ejemplo, escuchando a la gente sin juzgarla y ayudándola. Porque el verdadero problema no se encuentra en la gente, sino en la alta dirección.
- Entonces, ¿dónde debo buscar? –interrumpí intentando centrar el discurso sobre mi verdadero problema.
- En los fenómenos. Como solía decir el bueno de Deming “in God we trust, el resto sólo traen datos” –aseveró Ben al tiempo que sus facciones adoptaban esa configuración característica del que rememora tiempos de acción y de supervivencia en el filo de la navaja–. ¿A cómo cerró anoche el Dow Jones? –preguntó inmediatamente.
- Por encima de los trece mil doscientos –repliqué.
- Eso sí tiene sentido.
Después de unos segundos de silencio en los que ninguno dijimos nada, completó:
- No hay nada eterno, querido Santiago. El management es estrictamente fenomenológico. Como dijo Von Clausewitz, el estratega contemporáneo a mi bisabuelo, “aunque nuestro entendimiento se siente por lo general inclinado a asentarse en la certeza y la claridad, nuestro espíritu es preso a menudo de la incertidumbre”. Y ante eso sólo podemos aspirar a entender los procesos que rigen un sistema, y conocer los efectos de la incertidumbre sobre él, conocer nuestros límites epistemológicos y la naturaleza humana.
- ¿La naturaleza humana? –inquirí perplejo.
- Sí, mi querido amigo –dijo amigo en versión original en español–. En realidad, no somos más que unos chimpancés intentando jugar a los Sims, ese juego virtual que tanto gusta a mis nietos –volvió a sentenciar adquiriendo un semblante crepuscular.
Era reconfortante poder reafirmarme en que, después de todo, un enfoque racional y reduccionista no andaba nada errado, aunque los efectos de la naturaleza humana no dejaban de inquietarme. No había nada más terapéutico que una charla con el viejo Ben para regresar a ese universo objetivo después de haberse perdido entre las dimensiones extra de la subjetividad. Le dije que sus palabras me habían servido de mucha ayuda y, tras intercambiar unas cuantas frases más mundanas, alguna que otra broma y muchas carcajadas, me despedí de él.
Otra vez afuera, durante el camino de regreso, el fantasma de la máquina intentó nublar de nuevo mi conciencia material, camuflado en la luz invernal atenuada por el cielo gris, amplificada por la estampa blanca que todo lo envolvía y amortiguada nuevamente por el entramado fractal de ramas desprovistas de hojas. ¿Acaso el conocimiento profundo no es más que una quimera, una utopía inalcanzable más allá del límite establecido por miles de años evolucionando en la sabana africana? ¿El líder nace, o se hace? ¿Somos producto del azar, o la necesidad? ¿O es que los Siniestro Total dieron en el clavo cuando esgrimieron su duda acerca de si el universo es cóncavo o convexo? Si había alguien realmente responsable de este galimatías, era lógico que quisiera que se guardara el secreto de su ignorancia. Es mejor ser un tonto revelado que manifestarse y despejar cualquier duda.
De vuelta en Toronto, comí algo rápido y subí a la oficina para hacer tiempo hasta mi cita con Rachel. Estuve revisando algunos de los informes TPS que solemos encargar a los consultores junior para que se vayan cuarteando en el mundo del management, hasta que las dos manecillas del reloj de sobremesa que te regala David Allen cuando contratas sus servicios coincidieron en tiempo y espacio, apuntando al unísono al número 6. En cualquier caso, señalaban hacia abajo. Así que descendí hasta la calle y cogí un taxi. Veinte minutos más tarde entraba en el Bandido’s en King West Village. Un camarero me llevó a la mesa que tenía reservada y pedí una Corona para humedecer la espera. Pasados diez minutos de las siete, vi aparecer a Rachel por la puerta y le hice una seña con la mano para revelarle mi localización. Esperó a que un camarero la atendiera, entonces le dijo algo a éste, ambos dirigieron sus miradas hacia donde yo estaba y, a continuación, el camarero la acompañó hasta mi mesa. Arcanos flujos electroquímicos se desencadenaban, y regiones más primitivas de mi cerebro se iluminaban a medida que Rachel se acercaba frenando el avance del tiempo a su paso. Esta vez no llevaba el traje formal del día anterior, sino uno blanco muy ceñido al cuerpo, medias de seda y zapatos blancos. Tampoco tenía el pelo recogido, sino suelto. Nuevamente no era yo la única persona consciente de sus formas; ella también lo era. Por fin el camarero retiró un poco la silla para que se sentara enfrente de mí. Sin moverme había atravesado de nuevo la frontera de no retorno. La distancia que nos separaba podría ser tanto euclídea como de Calabi-Yau.
- ¿Alguna novedad? –preguntó después de que intercambiamos unos saludos corteses.
Me las apañé para hacerle ver que mis indagaciones avanzaban en la dirección correcta, a pesar de que no tenía la convicción de que mis devaneos hubieran supuesto progreso alguno. No pareció muy interesada en profundizar más en el asunto, quedando satisfecha con el informe que le acababa de relatar, al que le hubiera bastado el vuelo de una mosca para haberlo evaporado en el aire. Se la veía radiante y despreocupada respecto a mi impresión del día anterior. Su encantadora mirada, que no proyectaba sino absorbía, como la gravedad, pasó entonces a ejercer su atracción sobre la carta. Cuando el camarero orbitó nuevamente hacia nuestra mesa, pedimos unos nachos y unas enchiladas. Ella pidió también una margarita y yo continué con otra Corona. Luego, a lo largo de la comida, la conversación, conducida por una sucesión continuada de preguntas de Rachel, se centró en su mayor parte en mi historial. Qué hacía antes de llegar a este lado del atlántico; cómo recalé hace 12 años en la universidad de Wisconsin en Milwaukee para hacer un doctorado en física; cómo di un giro a mi carrera atraído por el tintineo de los dólares que me ofreció una importante firma de fondos de inversión de Chicago para el desarrollo de modelos predictivos para el mercado de opciones y futuros; cómo acabé asentándome en Toronto; etc. Estaba como drogado por su presencia, una droga de la verdad que desnudó mi intimidad. Llegó un momento de mi confesión, cuando relataba mis últimos proyectos profesionales, en el que los últimos acontecimientos relacionados con el caso que me ocupaba, y en el que ella no dejaba de ser mi cliente, se volvieron a hacer un hueco en mi mente.
- Rachel –dije de repente en medio de un vacío intelectual–, ¿y si la teoría del conocimiento no sirve para nada? Los datos no tendrían sentido, sólo nos podríamos fiar de la ontología.
- No te pongas ontólogo ahora, Santiago. Esta noche no. ¿Por qué no nos vamos a mi apartamento?
Milisegundos después -es lo que tiene el tiempo curvo- estaba pagando la cuenta y nos apresurábamos a abandonar el Bandido’s como dos amantes furtivos para eclipsar la letra de aquella canción de Miguel Bosé.
Continúa leyendo la cuarta parte de esta historia
