18 febrero 2007

Jenny

Mark Twain dijo una vez que no había conocido un invierno más frío que el verano de San Francisco. Cuando el mes de julio arrancó aquel verano de 1999, el calor pareció empezar a dejarse sentir en el valle del silicio, aunque la fresca y húmeda brisa que se deslizaba aquella noche sobre el antiguo muelle de pescadores de San Francisco, al tiempo que arrullaba los largos cabellos castaños de Jenny, materializaba acaso la certeza de que las palabras de Twain fueran algo más que una hipérbole.

Roberto había conocido a Jenny a finales de mayo en un kick-off en el que QRYPTOTECH, una start-up de reciente creación, realizaba la presentación del proyecto empresarial en el que él iba a ser asesor científico. Entonces disfrutaba de un contrato posdoctoral en el departamento de física de la Universidad de Stanford, donde había llegado el año anterior. Durante ese año largo no dejó de sorprenderse de las diversas peticiones que llegaban a la universidad en busca de expertos para formar parte de comités asesores en el sector de la alta tecnología, donde las empresas se creaban y destruían como partículas subatómicas en un vacío cuántico. No era esa una actividad que interesara a Roberto, quien siempre la había considerado inferior a su actividad profesional. Pero al final había llegado también su turno, y el director del grupo en el que trabajaba había acabado convenciéndolo para que aceptara formar parte, como experto en óptica cuántica, de un comité en un nuevo proyecto empresarial que se proponía desarrollar aplicaciones comerciales en criptografía de los recientes experimentos que dos años antes se habían realizado en Europa sobre teleportación cuántica. Roberto acabó haciéndose a la idea de que tampoco iba a estar tan mal, después de todo.

Y en aquella presentación vio por primera vez a Jenny. De lo que allí se habló, poco interés suscitó en Roberto, pues versó principalmente sobre los aspectos de alto nivel de QRYPTOTECH –puro marketing y autobombo pensó. Pero en verdad, después de ver a Jenny, poco le importó ya a partir de ese momento. Su atención, a pesar de los intentos de disimulo, fue hecha prisionera por la presencia de ella. En la tarjeta que le había entregado en el momento en que se la presentaron podía leer R&D VP -vicepresidente de I+D. Luego, durante su intervención, sabría que era licenciada en ciencias cognitivas y que, después de acabar sus estudios en Berkeley, se enroló en el MBA de Stanford, que abandonó a los siete meses para hacer uno de verdad: participar en la creación de una empresa de alta tecnología en la mismísima meca mundial del emprendizaje. Verla de pie, entre el retroproyector y la pantalla, desenvolverse con tanta soltura durante su intervención, con sus cabellos iluminándose cuando se acercaba a la pantalla para señalar algo, le quitaba el aliento. Era obvio que era uno de los promotores del proyecto empresarial, y a Roberto se le antojaba que era incluso su alma. Sentado a poco más de cinco metros de ella, la observaba aunque, en ese momento, le parecía una distancia inalcanzable. El evento finalizó y Roberto se pasó unos días sin poder dejar de pensar en ella y cómo podría volver a verla. No quedó muy claro cuál iba a ser su contribución al proyecto, aparte de la de aportar el nombre de un científico al advisory board.

Hasta que un sábado por la mañana, dos semanas después, se encontraba ojeando libros en la librería Borders de Palo Alto cuando oyó la voz de Jenny que lo saludaba desde el extremo de una tira de estantes de libros. Su corazón dio un respingo y se sintió torpe de repente. Jenny le contó que le gustaba venir mucho cuando estaba estudiando el master. Se pasaba grandes ratos leyendo y tomando café sentada en las mesas del patio interior del viejo edificio de estilo colonial que una vez albergó el cine Varsity. En palabras de Jenny, era su cozy corner. Luego se entregó de lleno al proyecto empresarial, se mudó a Mountain View y comenzó a disponer de menos tiempo, aunque venía alguna que otra vez. Decidieron salir al patio y sentarse en una mesa libre para charlar un rato. Roberto pidió un regular coffee; al cabo de un año se había acostumbrado al agua chirli americana y, en cualquier caso, dada la frecuencia, casi ritual, con que se tomaba café a lo largo de la jornada por estas tierras, si hubieran sido expresos como dios manda su corazón hubiera salido disparado hace tiempo de su cuerpo. Jenny le preguntó sobre sus trabajos, y él aceptó gustoso contarle en qué andaba metido. A partir de ese momento cogió las riendas de la conversación, o eso creía él. Jenny lo miraba, seguía sus gestos con la mirada, asentía y preguntaba o reconducía el curso de la conversación de vez en cuando –una buena demostración de saber escuchar, pensaba Roberto. Tenía la sensación de tener que reconducir la conversación a temas más banales como al principio, a él le gustaría saber algo más de ella, pero no veía cómo y, por el momento, se aferraba al único puente que parecía haber tendido entre los dos, que no era más que el profesional. De repente, Jenny miró su reloj y se disculpó por tener que abandonarle, pero tenía un almuerzo-reunión con unos inversores interesados en el proyecto a unas pocas manzanas de ahí. Aunque le gustaría continuar la conversación. Le dijo a Roberto que le llamaría a lo largo de la semana siguiente para que se pasara por QRYPTOTECH y, de paso, le enseñaba los laboratorios que estaban construyendo para desarrollar el prototipo. Roberto se mostró encantado y le dijo que esperaría su llamada. La acompañó hasta la calle y la observó alejarse durante unos segundos por University Avenue en dirección hacia la bahía. Roberto fue a por su coche y se encaminó hacia su despacho en Stanford para consultar su correo electrónico y las novedades de su colega canadiense de la British Columbia, con quien estaba preparando una ponencia para un congreso que iba a tener a mediados de julio en Lake Louise, en plenas rocosas canadienses. Mientras conducía por Palm Drive, flanqueado a ambos lados por una escolta exhuberante de palmeras, se le aparecía al frente el característico diseño de misión española del recinto más antiguo de la Universidad de Stanford. Un pequeño centelleo de esperanza se abría paso en el corazón de Roberto y, tras dejar el coche en el parking, mientras se encaminaba al edificio Varian, se sentía feliz.

El jueves siguiente recibió la llamada de Jenny. Durante la semana y media siguiente Roberto pudo estar más veces con Jenny, al tiempo que la primavera daba paso al verano. Aparte de las discusiones profesionales que justificaban los encuentros, mantuvieron conversaciones más banales en las que él pudo averiguar cosas acerca de ella, y ella de él. Dos días fueron a almorzar juntos. Uno de esos días ella lo llevó a un curioso lugar de Mountain View, una especie de barbacoa mongol minimalista donde no había estado nunca, situada entre las vías del tren y el histórico Camino Real que recorre todo el valle, desde San Francisco hasta pasada la misión de San Juan Bautista, al sureste de la bahía. Era como un buffet libre, pero donde todo lo que se podía comer era lo que se escogía de entre una variedad de vegetales, verduras, tiras de carne, frutos secos y otros asiáticos que no sabía reconocer, extrañas salsas. Con todo eso se hacía una mezcla al gusto en un bol que luego se pasaba a un cocinero que lo echaba sobre una inmensa plancha circular y que iba removiendo con un cuchillo tan inmenso que parecía una espada salida de la película Excalibur. Al final se podía concluir la comida con un helado de vainilla del estilo de los Sandy que se cogía de una máquina dispensadora al lado del buffet. No eran una maravilla, aunque Roberto vio como Jenny disfrutó con el helado. La última semana de junio, la apretada agenda de Jenny impidió que los encuentros continuaran. Roberto empezaba a echar de menos la presencia de Jenny cuando el dos de julio vio un correo electrónico de ella aparecer en la pantalla de su Silicon Graphics. Lo invitaba a ir el lunes con sus amigos a Santa Cruz, donde iban a practicar surf, aprovechando que era festivo.

Roberto se limitó a ver desde la playa, junto con algunos amigos y amigas de Jenny, las evoluciones del resto en el mar. Estuvieron tomando el sol durante la mañana y sólo un pequeño chapuzón, no había dios que aguantara mucho tiempo en el agua que contrastaba con la de su mediterráneo natal. Después del vuelo sobre las olas, se reunieron todos en un picnic en la playa. Las conversaciones derivaron por varios temas y, por unos instantes, Roberto se convirtió en el centro de atención absoluto cuando estuvo explicando los entresijos del mundo cuántico, llegando al clímax cuando se refirió a la hipótesis de los muchos mundos. El resto del afternoon continuó entre charlas, anécdotas graciosas y carcajadas. Roberto no dejaba de mirar de forma intermitente a Jenny y, de vez en cuando, sus miradas se entrecruzaban y él se quedaba anclado a la sonrisa de ella, a su pelo recogido en un moño, a su nuca al descubierto. Ya por la tarde, de regreso a la bahía, Roberto la dejó en su casa y se despidieron, le dijo que había pasado un día muy agradable y se quedaron mirando sin decir nada. En la agenda de los próximos días no tenían ninguna cita. De hecho, poco había que hablar de momento sobre QRYPTOTECH. A él se le hacía un vacío en el pecho por momentos. No podía irse sin más. Le dijo que le gustaría volver a verla, que si le apetecía salir a cenar algún día de la semana. Roberto creyó apercibir que el rostro de Jenny se iluminaba por un momento. Ella le dijo que mañana le diría el día que podía.

A medida que bajaban paseando por Columbus Avenue Roberto reflexionaba sobre Mark Twain y los veranos de San Francisco. Pero eso era por la brisa fresca de la noche. En realidad pensaba en Jenny y en la velada que habían pasado juntos. Habían salido del restaurante y se dirigían hacia el antiguo muelle de pescadores. Al extremo del muelle 45 llegaban casi imperceptibles los susurros de Springsteen, provenientes de un bar cercano; “she’ll let you in her mouth if the words you say are right”. Jenny se encontraba de pie con la mirada perdida en la bahía; tenía los brazos cruzados y acurrucaba su torso en un intento de protegerse del aire fresco y húmedo –it’s so chilly diría ella. Un fondo plateado oscuro, formado por los tenues destellos de luz reflejada por el agua de la bahía, proveniente del Golden Gate, recortaba los relieves de su feminidad; en la profundidad se adivinaba el contorno difuso de Alcatraz. Para Roberto, que se encontraba a unos pasos de distancia, la visión desprendía cierto halo de fragilidad. Una visión que contrastaba con la de unos días antes, cuando en Santa Cruz la admiraba desde la playa viéndola haciendo surf. Roberto comenzó a acercarse decidido hacia ella. Jenny giró su torso cuando sintió la proximidad de él. Como fondo, Springsteen avanzaba melancólicamente con su canción; “she’ll look at you and smile and her eyes will say…”. Mientras Roberto acercaba sus labios a los de ella, Jenny, casi en un murmuro, le dijo: be mine.

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