27 abril 2008

El epistemólogo impaciente (2)

Lee antes la primera parte de esta historia

Segunda parte

“Tanto el hombre de acción como el de ciencia viven
siempre al borde del misterio, rodeados por él”.

J. Robert Oppenheimer


Un ballet compuesto por interrogantes interpretaba en mi mente una mal coreografiada danza bruscamente perturbada por la coctelera en que se había convertido el avión durante el último intervalo de tiempo. Bueno, quizás una opereta, pues a los pasos rítmicos había que añadir un pésimo diálogo interior como sacado de una novelita de misterio de tienda de aeropuerto: ¿quién querría asesinar a Ian?, ¿en qué lío se había metido?, ¿qué era eso tan importante que quería contarme? Podría comenzar por hacer cábalas. Pero, aunque descartara lo imposible, lo que quedara aún podría ser cualquier cosa salvo la verdad por mucho que estuviera tentado a pensar lo contrario; el conjunto de datos de partida nunca es completo.

Abstraído con todas estas reflexiones y recuerdos de los últimos sucesos, no me di cuenta de que hacía bastante tiempo que habían cesado las turbulencias, cuando ya quedaba como una hora para el aterrizaje. Me encaminé hacia el baño para refrescarme y adquirir una apariencia más consciente. El angosto cubículo olía ligeramente a espárragos. Alguien a quien le funcionan bien los riñones, pensé. Aunque tampoco debía haber sido una ingestión reciente porque en el avión no habían servido espárragos durante la comida, recordé también. El resto del tiempo transcurrió sin ningún tipo de coreografía mental hasta que llegó el momento de abandonar el avión. Al final de la cola, la atractiva azafata cuya nariz me había cautivado durante todo el vuelo despedía a los pasajeros mientras les entregaba un folleto con publicidad de la ciudad. Cuando llegué a su altura, sin dejar de sonreír, me dedicó una mirada de complicidad de esas que, cuando llegan al cerebro, producen fotosíntesis y crece una pradera tirolesa entre las sinapsis neuronales. Cogí el folleto y salí a la pasarela que conecta con la Terminal. Ya fuera del aeropuerto, entré en un taxi y le indiqué al taxista una dirección próxima a la de Ian en Point Grey.

El movimiento periódico de los limpiaparabrisas marcaba el paso del tiempo mientras el vehículo rompía la fina lluvia en su avance hacia su destino. Atravesamos el brazo norte del Fraser dejando el delta sobre el que está construido el aeropuerto. Entonces torcimos a la izquierda para coger Marine Drive y trazar una diagonal hacia el noroeste. El taxista, un paquistaní de mediana edad, me preguntó si era del Quebec y le dije que no, que venía de Toronto, aunque era español, y que no era el primero que me lo preguntaba. Tras otros pocos intercambios banales de palabras, el taxista volvió a concentrase en su conducción y mi preocupación por Ian reapareció. Desde mi ventanilla divisaba unos campos de golf, en alguno de los cuales debí haber jugado con él pocos años atrás. Recuerdo cómo decía que bastaba con poder medir las variables envueltas en la trayectoria de la pelota para dejar al margen las habilidades del jugador y reducir el juego a un puro mecanismo de relojería.
- Santiago, sabiendo la presión atmosférica, la humedad y temperatura del aire en cada punto de la trayectoria, podríamos calcular el impulso y la dirección del golpe para mandar la pelota directamente al hoyo –dijo una vez para distraerme mientras me concentraba para efectuar mi golpe.
- Sí Ian. Pero, ¿y la precisión? Con sólo un orden de magnitud arriba o abajo en la precisión de alguna de las medidas, tus cálculos mandarían la pelota bien a Richmond o bien a Burnaby –respondí bromeando.
- Bueno, eso es porque nuestras teorías aún son aproximadas, pero en el momento en que tengamos acceso a la realidad última… –si lo observabas mientras decía esto, podías comprobar como su semblante se tornaba serio, como si se estuviera preparando para golpear.

En la intersección con Dunbar torcimos hacia el norte. La llovizna, aunque ligera, no cesaba y, al parecer, así había sido durante los últimos días según me había dicho el taxista; cosa absolutamente normal, por otro lado. Aunque se anunciaba una mejoría para el día siguiente. Casi estaba oscuro cuando llegamos al lugar que le había indicado al taxista. Cuando fui a pagar al taxista, el folleto que me había entregado la azafata salió junto con mi cartera. Al apartarlo, una tarjeta se deslizó de entre sus hojas y tuve que cogerla al vuelo. Le eché un vistazo en la penumbra y, en una de sus caras, escrito con delicados trazos, pude leer: Kimberly, y un número de teléfono de la zona a continuación. Guardé la tarjeta y pagué el importe de la carrera. Luego le solté al taxista un billete de 20 dólares a condición de que me esperara para otro posible destino. Salí del coche y retrocedí andando unos pocos metros al amparo de los robles hasta una esquina donde torcí a la derecha. Unos pasos más y me adentré nuevamente a la derecha por el camino que transcurre por las partes traseras de las casas. En la hilera de enfrente, la de las casas de la siguiente calle paralela, distinguí el garaje de Ian. No se observaba ninguna luz encendida en la casa. Subí las escaleras de madera que dan acceso a la puerta trasera. Cerrada. Bajé y busqué una de las ventanas laterales para ver si estaba su coche en el garaje. Tampoco. Todo indicaba que no se encontraba en casa. Me disponía a salir de nuevo al camino trasero cuando unos chasquidos me paralizaron por completo. Durante unos segundos relativamente largos estuve inmóvil a la espera de escuchar algo de nuevo. Finalmente me decidí a salir. Ya en el camino, volví a escuchar los chasquidos a mi espalda. Me giré sobresaltado y vi un mapache escarbando entre unos cubos de basura. Un poco más tranquilo abandoné el lugar, aunque andando con cautela pues no convenía alarmar a esos bichos.

De regreso en el taxi, indiqué la dirección de mi hotel. Cuando entré al Hyatt, un olor a espárragos me envolvió por un instante. Seguí avanzando hacia el mostrador de recepción sin volver la mirada. Mientras me registraba, eché una mirada disimulada hacia la entrada del hotel. Un tipo cuyo rostro parecía serme familiar, de una familiaridad reciente, se encontraba apostado al lado de la puerta por la que había entrado. Cuando acompañaba al botones hacia el ascensor y comprobé que estaba fuera de la visual del hombre espárrago, le entregué un billete de diez al botones y le dije que dejara la maleta en la habitación que yo ya subiría más tarde. Pasé al lado de la cafetería y salí por la puerta que da a Melville Street, justo al otro lado por donde había entrado. Me alejé calle arriba y saqué la tarjeta que me había guardado antes. Me quedé mirando el número de teléfono.

El apartamento de Kimberly era uno de esos que se encuentran junto al pequeño puerto deportivo de False Creek, en su orilla norte, entre los puentes de Burrard y Granville. Todo el conjunto brillaba en la oscuridad, un brillo dispersado por la llovizna. Los barcos permanecían amarrados en perfecta alineación como esqueletos desnudos a la espera de un mejor momento para desplegar sus velas. El ascensor me dejó en el piso diecinueve de un bloque de apartamentos y tras una de las puertas apareció el rostro de la azafata. Vestía una camisa granate sin mangas de Victoria’s Secret y unos vaqueros, llevaba el pelo suelto y estaba de un estupendo natural sin el maquillaje. Las aletas de su nariz se hincharon ligeramente y las curvaturas de su punto de silla se acentuaron cuando me dio la bienvenida y me invitó a pasar. Entramos en una estancia cálidamente decorada y tenuemente iluminada de manera que se podía observar a través de las ventanas una magnífica panorámica de la ciudad brillando bajo la lluvia en la oscuridad de la noche. La voz de Alanis Morissette cantaba una versión acústica de Head Over Feet. Y el ambiente olía a piña.
- ¿Quieres algo de beber?
Tras preguntarme, se dirigió hacia un pequeño bar en el que, además de algunas botellas, vi una piña cortada por la mitad con los restos de la otra mitad dentro de una licuadora. El castaño de su pelo se encendió un poco al recortar la vista nocturna que provenía de las ventanas.
- Que sea un Martini, gracias –respondí.
Entonces cogió una botella de ginebra con la que llenó un vasito de medida y medio, y otro medio con vermú seco que vertió en la coctelera con hielo y le propinó unas sacudidas rítmicas.
- Todo auténtico –le dije mientras venía con mi copa y con la piña colada que había preparado para ella con el zumo de la licuadora.
- Como debe ser. No se puede mantener un Martini en una nevera por más tiempo del que aguantaría un beso allí dentro.
- De modo que también lees a Bernard DeVoto –le corté.
Sonrió y su sonrisa tiró de nuevo de las aletas de su nariz con los efectos devastadores que eso tenía.
- Sabía que vendrías –continuó con la misma mirada cómplice con la que me despidió en el avión. El musgo comenzaba a crecer en mis neuronas.
Con mi mirada recorrí parte de la estancia.
- ¿Incluyes este sitio en todos los folletos que entregas a los pasajeros?
- Sólo en aquellos destinados a hombres tan atractivos… –después de un breve silencio, un atisbo de timidez se dibujó en su semblante y añadió- …no pienses que es algo que ocurre muy a menudo.
- Debo sentirme halagado. Le diré a mi abuela que, aunque a tantos kilómetros de distancia, se ha encontrado con una dura competidora.
- Un hombre muy atractivo para dedicarse a lo que se dedica –prosiguió al margen de mis comentarios, mientras que las tenues trazas de timidez se desdibujaban de nuevo.
- ¿Y a qué me dedico?
- Pensaba que me lo ibas a decir –replicó regalándome una mirada nada inocente por encima de su copa.
- Vaya, me has plagiado el pensamiento. Te creía muy segura de tener una idea.
Por un momento pareció que la había pillado por sorpresa, pero su aparente vacilación no era más que una parada para coger carrerilla.
- Quería decir que, para ser un hombre de negocios, tienes una planta envidiable –dijo finalmente.
- Seguro que ha sido sin querer.
- Lo que importa son los resultados, no las intenciones.
- Veo que te va la gestión por objetivos. ¿Y cómo se supone que debe ser un hombre de negocios? Si lo dices por mi falta de ojeras, te diré que, aunque soy consultor, mi rango es de socio; las ojeras las sufren los pobres novatos. Vale, los senior también.
No replicó enseguida, pero esperé a que dijera algo. Después de un silencio recargado, como uno de esos de tarde tormentosa, llevándose su copa a los labios, dijo:
- Sigue, estás muy mono –acto seguido saboreó un largo trago.
- Bueno, quizás tenga algunas zonas grises en mi cabello.
- Precisamente esas zonas son de gran interés turístico en mi folleto. Aunque hay otras en las que me gustaría especialmente detenerme en mi tour –sus ojos de avellana brillaron como brasas avivadas por una brisa nocturna.
- ¿Siempre vas al grano en tus viajes? –atajé.
- Ya te he dicho que cuando lo que hay que ver merece la pena…
No había sido consciente de cómo se había reducido la distancia que nos separaba durante nuestra conversación. Por un momento creí que yo iba a acabar de anularla, entonces Kimberly se acercó por completo y me besó. Un embriagador aroma a coco me envolvió y sentí como el musgo iba a acabar por entumecer mi cerebro. Finalmente dejé de besarla.
- Verás. Es un poco pronto…
- No serás uno de esos ejecutivos que vende su coche y se hace monje tibetano.
- Nunca he tenido un Ferrari.
- Y nunca has leído “Los siete hábitos…”
- Kimberly –interrumpí serio- necesito quedarme esta noche aquí. Sólo quedarme.
Una sonrisa de tregua se perfiló en su rostro.
- Bueno, por algo se empieza.


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© Diego Navarro. Todos los derechos reservados.

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