A lo largo de una primavera de hace 20 años, mientras la naturaleza se desperezaba después de un nuevo despertar del letargo invernal, unos chavales de entre 16 y 18 primaveras lograron la culminación de una visión que habían compartido durante el último año. Muchos de ellos lograríamos a su vez otra culminación; la de entrar en ese intervalo indefinido de tiempo que hace de frontera entre la turbulenta primavera de nuestra vidas y su largo y cálido verano. Por lo que respecta a la primera culminación, la cual debió influir mucho en la segunda, aquel mayo de 1987 salía por primera vez al aire de nuestro pueblo, modulado en las ondas electromagnéticas generadas por nuestra emisora de radio, todo aquello que habíamos visionado durante el tiempo que la idea estuvo en proyecto. El propio proyecto tuvo su fase de selección -viabilidades técnica y económica incluidas-, pues en el invierno de 1986 ya competían dos alternativas en las conversaciones de tardes lluviosas de sábado. Dichas alternativas consistían en la creación de una emisora de radio o la construcción de un kart. La primera fue finalmente elegida; quien sabe si de haber sido elegida la segunda Alonso no hubiera sido el primero, y en vez de habernos sonado el nombre de Schumacher lo hubiera hecho el de un tal Quique.
El de aquél año fue también el curso en el que Yolanda dejó el instituto, dejando tras de sí una ausencia desconocida hasta entonces. Y su nombre escrito entre las páginas de mi libro de física y química del curso anterior, cuando ni tan siquiera sabíamos que el amor era precisamente física y química. U2 acababa de lanzar su gran álbum “The Joshua Tree”; fallecía Rita Hayworth, cuyo póster ayudaba a fugarse de una prisión al personaje de un relato de Stephen King de aquella década. Y el curso de aquél año debió incorporarse a nuestro instituto de bachillerato una chica con la que debí coincidir varias veces en el autobús escolar y que, años más tarde, un antiguo compañero me tuvo que decir que era Nuria Roca –si yo fuera un personaje público, y tuviera una entrada en la Wikipedia, también sería fácil acordarse de mí. Los días de aquella primavera discurrían de forma pausada entre sentimientos de pérdida y de expectación por lo que iba a sobrevenir. El aroma a azahar proveniente de los campos de naranjos floridos que rodeaban el instituto se apoderaba del ambiente, y unos pocos kilómetros más hacia el noroeste, a los pies de una pequeña sierra que viene a morir en el mar, quizás con el ánimo de perpetuar su existencia hinchiendo con su mirada la profundidad de su horizonte, se ultimaban los preparativos durante fines de semana que se hacían cortos. Y finalmente logramos nuestra culminación.
La emisora de radio fue el entretenimiento del verano. Después llegarían las tormentas anunciando el próximo cambio de estación, y finalmente el cielo se tornó limpio y muy azul como solía ser el cielo de otoño. Y con los cambios la actividad operacional de nuestra emisora devino en una discontinuidad de desapariciones y resurgimientos continuos. Pero nunca fue ya como aquel verano primordial. Para financiar y mantener la actividad tuvimos que idear pequeños negocios temporales que ahora, curiosamente, sólo se les enseña a los adolescentes en simuladores informáticos. Tuvimos discusiones acaloradas, sufrimos la necesidad de limitar nuestras visiones para poder llegar a acuerdos y tomar decisiones de continuidad. El mundo parecía no tener límites. Nos sentíamos orgullosos por lo que estábamos haciendo y nos sentíamos importantes. Realizábamos programaciones que luego no se cumplían; pasábamos las tardes de sofocante calor dentro de la pecera, poniendo música y hablando de cosas que se nos antojaban importantes; noches cálidas en las que andábamos dos kilómetros para subir a la colina en la que se situaba el Zenital, terraza y discoteca con una vista impresionante de la ciudad de Valencia y su área metropolitana iluminada y recortando el oscuro mediterráneo en el fondo, una vista que para nosotros nada tenía que envidiar a la del Mulholand Drive que veíamos en la teleserie Colombo.
Quizás las de aquel verano sean las últimas imágenes inocentes que reposen dispersas y calidoscópicas entre los poros de mi memoria sobre el lugar en el que crecí, las que forjaron la baseline del proyecto de una vida, esa vara que constituye la medida de todas las cosas. Luego vinieron otros lugares, otras personas y otras experiencias. Aprendí a amar otros lugares, otras personas y otras culturas, y esa vara de medir se tuvo que adaptar a esos nuevos entornos. Veinte años después los cambios en aquellos paisajes de la adolescencia se aperciben. Pero a veces uno cree que puede entrever esa baseline primigenia, cuando entre la bruma y la resaca de una tarde de primavera, a orillas de ese mediterráneo viejo y sabio, uno casi recuerda aquellos momentos iniciáticos de su vida y a las personas con quienes los compartió.
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