Un conjunto de frases escritas en un papel en forma de reglas, normas y procedimientos acerca de lo que hay que hacer en un proyecto no es una metodología. A aquellos a quienes les encanta aconsejar sobre lo que hay que hacer en un proyecto, y/o viven de ello, como puede ser mi caso, posiblemente esta afirmación les haya puesto alerta y les haya incitado a desconfiar sobre el tema de este anuncio, y/o de mi buen juicio. Pero una cosa es decir cómo hay que hacer algo, y otra muy distinta hacerlo. De todas las dudas que pueda estar generando este comienzo, tan sólo quiero disipar una: no voy a arremeter contra la metodología, ni mucho menos, sino todo lo contrario. Así pues, vamos a quitar un poco de hierro a la afirmación con la que comenzaba este anuncio, que más bien estaba aderezada del simbolismo de la pintura de Magritte. En realidad, como dice Harold Kerzner, “lo que convierte a esa hoja de papel en una metodología es la forma en que la organización la acepta, apoya y ejecuta”. Y como todos sabemos, reconozco que es ingenuo pensarlo en voz alta, del dicho al hecho hay un trecho.
Corren tiempos de popularización de la disciplina de la dirección de proyectos, o project management si pretendemos darle cierto tono de distinción al asunto –ante ciertas audiencias it is a must-, y por ende el de metodologías al respecto. Sólo en el campo de las Tecnologías de la Información pegas una patada a una piedra y te salen unas cuantas –cada cuál que escoja aquella que más le quita el sueño, el sueño de la metodología produce monstruos. Y cada vez somos menos fieles a una dada y la cambiamos por el último grito que se ha puesto de moda con la esperanza, en el mejor de los casos, de que resuelva los problemas que no pudimos con la anterior. Es posible que, según qué criterios, las haya mejores o peores; aunque si uno se fija bien podría llegar a descubrir que en el fondo son la misma mona con diferentes vestidos, sean o no de seda. ¿Acaso lo que ocurre es que, en realidad, no son de ninguna utilidad? Esta es invariablemente la conclusión inmediata, y errónea, a la solución de un problema mal planteado. El callejón sin salida al que solemos llegar no es debido a la metodología en sí sino al mal uso que se suele hacer de ella. No basta con escribir lo que hay que hacer sino reflexionar acerca de ello para saber por qué, cuándo, cómo y de qué manera hay que hacerlo. Y, lo que es más importante, en qué medida eso da soporte a la cultura concreta de la organización a la que se va a aplicar en vez de entrar como un elefante en una cacharrería e intentar, y digo intentar porque desde mi humilde experiencia aún no he conocido un caso en el que haya pasado de un mero e infructuoso intento, poner patas arriba buenas prácticas ampliamente asentadas en la organización surgidas desde su seno para resolver problemas reales de un mundo real.
El PMBOK es un ejemplo de extenso cuerpo de conocimiento, colección de buenas prácticas y definición de procesos que conforman una metodología, muy genérico pero bastante extensivo. Sin embargo abundan los casos en que se suele tomar como el Renault de nuestro flamante bicampeón de Fórmula 1 para lanzarse a tumba abierta para descender a 300 km/h el Angrilú, con los resultados obvios y esperados. Y eso que en sus últimas líneas de la sección 1.1, en la página 3 de la edición en español del PMBOK, este advierte, y cito textualmente:
“Buenas prácticas” no quiere decir que los conocimientos descritos deban aplicarse siempre de forma uniforme en todos los proyectos; el equipo de dirección del proyecto es responsable de determinar lo que es apropiado para cada proyecto determinado.
Las comillas y el texto en negrilla pertenecen al texto original. A ver si es que nos da por usar la página 3 del PMBOK para encender la pipa de Magritte…
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