22 enero 2007

El octavo requisito de Barbazul

El otro día entraba a uno de esos flamantes edificios que se están construyendo en el extrarradio de Madrid, donde algunas de las grandes corporaciones de nuestro país están concentrando su actividad. Tras pasar la pertinente acreditación y control de seguridad, una cola me esperaba para acceder a los ascensores. Aunque yo iba al primero, no que quedó más remedio que utilizar el ascensor pues, según me dijeron, no había unas escaleras dentro del edificio que conectaran la planta baja con la primera; aunque sí la primera con el resto de plantas superiores. En realidad, sí que existían unas escaleras que conectaban la primera planta con el exterior del edificio, pero como hay que pasar el control de seguridad… En fin, uno se pregunta en estos casos si los edificios se construyen para satisfacer las necesidades funcionales de sus usuarios, o para mayor gloria de los arquitectos que los diseñan. Si fuera el primer caso, qué ingenuo puede llegar a ser uno, diría que el proyecto no tuvo una toma de requerimientos como para echar cohetes –aunque asombrarse por esto último tampoco deja de pecar de ingenuo.

En la comedia de Lubitsch, “La octava mujer de Barbazul”, un turista americano entra en una tienda de una población turística de la costa azul francesa para comprar un pijama. Una vez elegido el pijama, que cuesta 200 francos, le entrega 100 al dependiente diciéndole que sólo necesita la parte superior, a lo que el dependiente replica que no se vende la chaqueta sin el pantalón, que si es una cuestión de precio tiene pijamas más baratos. El cliente, indignado, argumenta que duerme sin el pantalón del pijama, que el 90% de los hombres lo hacen así y se ven obligados a comprar algo que no necesitan. Ante la insistencia del cliente, un encargado de la tienda le dice que tiene que consultarlo con un superior y sube presurosamente unas escaleras hacia una planta superior, vaya, donde se encuentra el despacho del gerente de la tienda. A través del cristal del despacho vemos cómo el encargado pone al gerente al tanto de la situación. Éste, sorprendido por la misma, también se siente incapaz de solucionarla y sale de su despacho seguido del encargado. Ambos suben igualmente presurosos unas escaleras hacia otra planta más superior aún, vaya vaya, donde se encuentra el vicepresidente del negocio. Después de ser informado, el vicepresidente, perplejo, coge el teléfono y realiza una llamada. En el plano siguiente, típico del gran Lubitsch, vemos al mayordomo del presidente, que se encuentra en la cama leyendo el periódico de la mañana, anunciándole la llamada. A continuación, el presidente, dejando el periódico, se levanta de la cama para atender la llamada y observamos cómo va con chaqueta de pijama y sin sus correspondientes pantalones. Informado de la situación, les dice que es imposible, que si no le pueden vender al cliente otra cosa.

La disfunción de los resultados de un proyecto no tiene por qué deberse solamente a funcionalidades no satisfechas, sino a la existencia de funcionalidades no requeridas. Pase que a la hora de delimitar el alcance de un proyecto, el riesgo de dejarnos algún requerimiento que entra dentro de esos límites no sea baladí; pero, en cambio, sí es mucho más sencillo realizar el ejercicio de eliminación de determinar aquello que seguro no entra dentro del proyecto. Definir el alcance de un proyecto no es solamente determinar todo aquello que hay que hacer para obtener los resultados del proyecto, sino, además, determinar todo aquello que no es necesario hacer para obtenerlos, o simplemente es espurio para el proyecto. En el primer caso nos enfrentamos al obstáculo que supone nuestra incapacidad o falta de voluntad de hacer el trabajo de preparar una lista de tareas exhaustiva y lógica, la ambigüedad interesada o no de algunas de las partes implicadas o, sencillamente, el temor al compromiso que supone pactar un alcance concreto. En el segundo, el obstáculo suele ser del estilo de la soberbia de algunos arquitectos que suplantan los objetivos funcionales por otros más intimistas o, simplemente, esa facilidad que tenemos los humanos, como en el film de Lubitsch, de perder el sentido común a la hora de hacer pequeños ejercicios de abstracción sobre aspectos de la vida cotidiana. No deja de ser puñetero que, en ambos casos, los obstáculos sean una creación nuestra.

16 enero 2007

House ataca de nuevo

Coincidiendo con el inicio la semana pasada de la tercera temporada de la teleserie House, y con la aún más reciente noticia del globo de oro que se ha llevado Hugh Laurie, el actor que da vida al misántropo y castigado personaje que protagoniza y da nombre a la serie, aprovechamos sus peripecias para ilustrar desde la distancia algunos de los comportamientos, más cercanos éstos, de los que hacemos gala de vez en cuando… o no tan de vez en cuando.

En el primer capítulo de la tercera temporada vemos un House cambiado. Si en un anuncio anterior nos servía de ejemplo para ilustrar la elevación del cerebro racional a su máxima expresión, dejando de lado el papel que juegan las emociones en la toma de decisiones, en este primer capítulo de la nueva temporada escenifica un ejemplo de todo lo contrario –sufrido personaje. Ante el asombro de Wilson, House toma un caso en el que, aparentemente, no hay que diagnosticar nada. Se trata de un hombre inmovilizado en una silla de ruedas durante seis años a causa de las secuelas de la extirpación de un cáncer en el cerebro, hecho que también le deja sin habla, y que se lanza con su silla de ruedas a una piscina. Por primera vez en dos temporadas -46 capítulos- House muestra una capacidad de sintonía emocional con sus pacientes y familiares. Pero también toma decisiones dejándose llevar solamente por intuiciones emocionales, dejando de lado cualquier proceso racional, como es el caso del hombre paralizado. Hacia el final del capítulo House, después de algunos intentos frustrados, cree que tiene una solución –un simple pinchazo de cortisol- para devolver parcialmente la movilidad y el habla a dicho hombre, pero no es aprobada por la directora Cuddy que, ante la falta de base científica de las especulaciones de House aplicadas a dicho caso, decide no prolongar más una falsa esperanza en su familia. Al final, cuando el paciente se dispone a abandonar el hospital acompañado de su familia, Cuddy, en un momento de duda, decide suministrar el pinchazo al paciente, aunque no desvela su posible efecto a la familia. Durante unos instantes no parece ocurrir nada y, cuando Cuddy ya se dispone a admitir que no era más que otra elucubración sin sentido de House, el paciente sufre unos espasmos, se desabrocha el cinturón de la silla de ruedas y consigue levantarse de la silla de ruedas… Más tarde Cuddy le dice a Wilson que tiene que decírselo a House, pero Wilson le previene de no hacerlo arguyendo que no ha sido más que un acierto debido al azar, que en otra situación podría suponer la muerte de un paciente, y que es importante que House aprenda a controlar sus juicios.

En este anuncio discutíamos si el resultado de una decisión constituía una buena vara de medir la bondad de la misma. El ejemplo que hemos visto bien podría pertenecer al caso de una decisión tomada sin ningún fundamento, a pesar de su buen resultado. Algo parecido a lo que ocurre al comprar un décimo de lotería, por mucho que los últimos premiados se empeñen en convencernos de lo contrario. ¿Era mejor entonces nuestro frío y racional House de las dos primeras temporadas? Quizás ni tanto ni tan calvo, ya decía Aristóteles que la virtud radica en el término medio entre dos vicios. Es más, si nos atenemos a los descubrimientos más recientes provenientes del campo de la neurobiología, ese término medio tiene una base bastante sólida. En “El error de Descartes”, Antonio Damasio nos cuenta que tanto razón como emociones son dos aspectos que no se pueden separar. Seguro que nos viene a la mente algún que otro ejemplo de personas en las que detectamos una evidente falta de juicio racional, que se llevan dejar solamente por sus emociones, y continuamente toman decisiones desacertadas –es precisamente en nuestras emociones donde “llevamos incorporados” ciertos automatismos evolutivos que en nuestro ancestral paseo por la sabana eran muy efectivos para enfrentarnos con éxito a situaciones de peligro a la hora de enfrentarnos a la incertidumbre, y que ahora ya no lo son jugándonos malas pasadas. Lo que quizás ya no nos sea tan intuitivo es que personas dotadas de un buen juicio racional, y poca sintonía emocional, son también incapaces de tomar buenas decisiones. Así lo muestran casos de personas con daños cerebrales en regiones donde residen las emociones. Si escarbamos un poco más en nuestra memoria, seguro que encontramos también algún ejemplo de aquel inteligente y juicioso conocido que no ha acabado teniendo éxito en sus relaciones interpersonales. Quizás House podría llegar a ese equilibrio en una cuarta temporada. Pero ya no sería tan televisivo.